No todo es acción. La acción surge de la necesidad, y satisfecha ésta, el hombre ha de aprender a gozar del tiempo, del “dolce far niente”, de la tranquilidad física y espiritual. Nada hay más hermoso que recrearse en la observación del mundo que en que vivimos, el exterior, que nos rodea, el nuestro, que nos absorbe, y el interior que ignoramos.
El mundo que nos rodea nos obsequia, continuamente, con ese maravilloso paisaje de la acción de la naturaleza, que es acción también, pero ajena a nosotros. El mar es todo un universo. Podemos observarlo dirigiendo nuestra vista hacia alta mar, y apreciamos los diferentes matices de colores, sus ondulaciones, su desaparición, progresivamente difuminada en el horizonte, para irse, poco a poco, confundiendo con el cielo. Nunca existe un límite nítido. Visto de lejos, existe una gran semejanza entre el inmenso paisaje del mar, y el de las infinitas arenas del desierto. También el mar nos invita al fenómeno de los espejismos, haciéndonos confundir las luces de un barco con una ciudad, una isla con un continente, o una ballena con un submarino. Dicen que las mareas, alta y baja, corresponden a la diferente presión de la luna, llena, menguante o creciente, que las olas son el movimiento de sus aguas por las corrientes de aire, los vendavales, las tormentas, y que las nubes se producen por evaporación de sus aguas debida al calor. Es muy posible que sea así, y así lo admito, pero, todo ello, no deja de maravillarme. Los creyentes dicen que todo ello es obra de Dios, siendo la palabra mágica Dios, la causa y fin de todas las preguntas. Yo prefiero seguir preguntándome.
Frente al mar, en su orilla, puedo observar las olas, su interminable ir y venir. Su origen, cuando la marea se acerca a la orilla y choca con el regreso de las olas procedentes de la costa, su choque produce un burbujeo que me recuerda al champán. Allí se produce su cima, y se va aproximando a la costa, cual si fuera toda una flota de naves bélicas, o un ejército invasor que arrasa una pradera. También un trigal nos recuerda el mar.
Las olas avanzan hacia la playa, rompen, descienden, se aproximan y acarician nuestro cuerpo, aportándole sal y yodo, facilitando la apertura de los poros de nuestra piel para que eliminen sus toxinas, y estimulando a las glándulas melanóforas para que segreguen más melanina que proteja nuestra piel de los candentes rayos solares.
Todo ello es un espectáculo gratuito.
Vivo en un apartamento, sexto piso, frente al mar. Tan hermosas son mis vistas que muchos días prefiero quedarme en casa, en mi terraza. Por las noches, como hace calor, dejo las ventanas abiertas.
Hace unos días, me levanté de madrugada, sobre las siete, y pasé al salón dispuesto a tumbarme en el sofá y gozar de la paz que me embargaba. Al ir a sentarme, observé que una lagartija, de unos diez centímetros, usurpaba mi lugar, y me miraba, fijamente, atenta a mi conducta. Ella tenía miedo, y yo respeto. Fui a la cocina a coger un trapo, y cuando volví allí seguía ella, decidida a no moverse. Con cuidado de no dañarla ni asfixiarla, la cubrí con el trapo, la cogí y la lancé sobre el césped del jardín. Ella corría, agradecida y yo me sentí feliz de verla libre. Pienso que todo ser vivo es útil para algo, y tiene su función, por lo que debemos de respetarlo.
Frecuentemente, cuando paseo, voy mirando al suelo, y tropiezo con las entradas de los hormigueros, o con largas filas de hormigas, que guiadas por el olor del ácido fórmico segregado por sus compañeras, van marcando el camino a seguir, bien hacia la presa objetivo de su salida, o bien, ya cargadas de nutrientes, regresando hacia su comunidad. Procuro no molestarlas, pero pienso en las otras muchas que pisaré, cuando no voy mirando, provocando auténticas masacres, de las que muy pronto tendrá noticia la comunidad, poniéndose a la defensiva, y ordenando el cambio de itinerario. No sé si su falta producirá dolor a sus más íntimos, pero todo pudiera ser. La hormiga es una de las especies con mayor capacidad de organización social. Ellas tienen su reina, pero también sus ingenieros, sus peritos en muchas materias, y su clase obrera. No sé si en ellas existe la familia como tal, o ya la han superado, y el individuo, desde su origen, forma parte de la estructura social, pero sí sé, por que lo veo, que cada uno cumple su función.
Los hombres creemos que los animales no sufren, porque no tienen alma. Quizás seamos nosotros los que no la tenemos. Yo he visto llorar a un perro, deprimirse, por la muerte de su amo. Sí, el perro es el animal más próximo a nosotros, el que mejor se adapta a la convivencia humana. El perro adora a su amo y se deja enseñar, por lo que es posible, que con el tiempo, progrese. Lástima que sus manos sean torpes, y sus dedos no les permita realizar ciertos trabajos. También su lenguaje nos resulta primitivo, pero él escucha con atención, parece comprendernos cuando le hablamos, y obedece ciertas órdenes. Goza de un olfato, intuición y orientación muy superiores a las del ser humano.
viernes, 4 de septiembre de 2009
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